Hay partidos que llegan pintados en la cara. Veías el pasillo del vestuario y los italianos tenían el rostro desencajado, pálido cual Gioconda pero sin sonrisa. La sonrisa era de Piqué, bromeando con el árbitro al que hacía sonreír (poco le valió luego, por cierto). Los italianos llevaban la tensión en el rostro y denotaban miedo, miedo oculto, del que se enfrenta al maestro que quieren imitar.
Y salieron. Fue increíble. Una exhibición en veinte minutos de auténtica magia española. Pocas veces, o ninguna, se vio algo igual. Xavi se plantó en el medio campo y cogió el encuentro, lo dobló en varias partes, se lo puso debajo del brazo y se lo llevó a su casa. Nadie más vio el partido, al menos de los italianos, durante esos veinte minutos maravillosos.
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